VIAJEROS
AL TREN...
Desesperada y gris,
un poco loca,
se dispuso a viajar
conmigo al fin del mundo.
—Eso está
lejos —dije—,
mejor nos
vamos hasta el parque,
patatas fritas
y cerveza, sol,
para qué
más.
Pero ella siguió
haciendo el equipaje.
Cientos de cachivaches,
zapatos y pañuelos,
una florete de esgrima
(me sigo preguntando para qué)
guantes, perfume,
rulos, crucigramas;
y tuve que trepar
a las maletas para que se cerrasen.
—¡Vámonos!
tengo ya los billetes del tren.
Era la dueña
del asunto.
Se sentó en
el asiento junto a la ventanilla,
apoyó la
cabeza,
y vi el reflejo
de su rostro:
tenía una
sonrisa de las que no dejan salida.
—Voy un momento
a por tabaco —dije.
Seguía
ensimismada.
Sus ojos se agrandaron
a lo lejos,
cuando le dije adiós
desde el andén.
Ni ella ni las maletas
regresaron jamás.
CON LA BOLSA EN
LA MANO
Nos vimos ante el
puesto de verduras.
En el de congelados
ya compartíamos
sonrisas;
dos más allá,
consejos y recetas,
en los ultramarinos
un roce de antebrazo,
tras la fruta y
el pan, cerca ya de la puerta,
números de
teléfono...
Y no volví jamás
a aquel mercado,
mi número
era falso, no sé si lo era el suyo.
Un simple kilo de
cebollas
no podía costarnos
toda la vida.
SI
MI ALMA LO SABE...
Aún no sé cómo
aparecí en escena.
El lugar era el más inadecuado
y en el peor de los momentos.
Ella, dama en peligro,
y yo un perfecto caballero:
Quijote, Bradomín o Luis Candelas,
me batí como un bravo por sus ojos.
Ni yo la conocía
ni ella me habló jamás.
Testificó ante el juez
que el chulo aquel de la paliza
era su novio,
que a mí jamás me había visto,
que aparecí de pronto
y apuñalé a su hombre
con aquella navaja que ella misma
le había regalado.
Afortunadamente, el tipo
no murió,
así que yo saldré con la condicional
dentro de un par de años,
si oculto mi pasión por hacer versos
y sigo trabajando en la cocina.
LIGUE
FINAL
No se está mal en
la cornisa.
Te miran desde abajo, llaman a los bomberos,
a un psicólogo, a un cura,
se preocupan por ti, aunque algo tarde.
Corre un poco de viento y no quisiera,
a estas alturas, que pensase nadie
"ese tiembla de miedo".
Voy a tener que decidirme rápido.
Es una pena,
la vista desde aquí es tan magnífica...
Aquella rubia de la esquina
que no me quita ojo desde abajo
es un encanto, o eso parece desde arriba.
Si me la hubiesen presentado ayer,
yo no estaría aquí, ni ella tan lejos.
¡La vida con su estúpida costumbre
de atendernos después de lo debido,
como una mala dependienta!
En fin...
¡Apártate, rubita, que aunque quiera,
no quiero aterrizar sobre tus brazos!
MANÍA
CAPITAL
Pandora ocupadísima
fue abriendo puertas y ventanas,
uno a uno volcaba los cajones,
los armarios de par en par, los grifos;
no quedó cacerola con su tapa
ni botella con corcho.
Destapó hasta la lámpara del genio.
—¡Hay que limpiar y ventilar!
¡que entren el sol y el aire puro!
—Es invierno, tesoro, abre sólo un ratito.
—Lo siento pero aquí huele a cerrado...
si no te gusta ¡puerta! que está abierta.
Y todo se voló por
la ventana.
El genio de la lámpara y yo mismo
nos marchamos a golpes de corriente.
Montón de polvo y libros y cigarros,
vivimos ahora solos y sin que nos ventilen.
AMOR
Y CUERO
Ella era rica, guapa, con
estilo,
le encantaban las plantas,
a ser posible cactus o carnívoras.
Tenía un perro de esos, adiestrado
para el asesinato a sangre fría.
Bostezaba remando en un estanque
pero bajaba todos los torrentes
en canoa, sin casco,
yo la esperaba siempre en el hotel.
El karate y el judo
parecían sus padres adoptivos
y entrenaba diez horas por semana.
Le encantaba ir al cine,
Schwarzenegger, Bruce Lee, Van Damme y Rambo
eran sus favoritos.
Su lima de uñas era escalofrío,
su café daba vértigo,
apretaba besando...
Pero todo eso era llevadero,
cada uno es como quiere;
yo también tengo mis manías
y al principio la vida me parecía emocionante.
Una tarde volvió con
tres paquetes.
— Son un regalo— dijo.
El primero, de un sórdido sex-shop:
una máscara negra de cuero con tachuelas;
otro paquete, más pesado y tosco,
de la ferretería: ganchos, cadenas, cuerda
y unos cepos de aspecto medieval.
No abrí el tercero pero abrí la puerta,
y bajé la escalera como ella los torrentes.
Ahora vivo con una pelirroja,
pobre, feúcha, desgarbada,
pero
sólo tiene geranios, tiestos de marihuana
y ositos de peluche.
LA
MAGA
Penélope era tonta,
mejor dicho muy lista;
el tonto era cualquiera que aguantase
a su lado más de una madrugada.
Juguetona de cartas y zodiacos,
algo vidente, un tanto curandera,
camelaba a sus pálidos amigos
con arrumacos de vampira.
Nada que ver con la Penélope
de Ulises —más quisiera—,
lo suyo eran los guiños esotéricos
de fachada perfecta, hablar ladino,
ojos de mística embobada,
supuestas vibraciones,
pirámides y piedras milagrosas.
—Yo no creo en las meigas,
pero haberlas las hay— le digo siempre,
y Penélope, claro, se me enfada.
—Ya sé que tú eres bruja —insisto—,
lo que no sé es si creo en brujas de tu especie.
Me llama inútil y me ignora.
Ahora que se marchó
con otro inútil
que hasta tiene consulta telefónica,
ahora que no la veo ni en mis sueños,
pienso en el mal de ojo
cada vez que me duele la cabeza.
HIGIENE
Y RESBALÓN
"Todo es evitable, menos que una mujer se lave
la cabeza cuando quiera"
(Ramón Gómez de la Serna)
Se lavó la cabeza
y regresó del baño
con dos toallas,
híbrida de faquir y de muestrario.
Estaba deseable, dorada y reluciente.
Así aprendí a rezar sobre sus hombros
oraciones de besos
con frescor de lavanda.
Una de aquellas tardes,
húmeda espalda, perfumada sombra,
con el calor del baño hecho promesa,
no esperé a que saliera
y entré sin previo aviso: "Oye, cariño...”
El gel a medio abrir me recibió en el suelo:
una pierna, dos vértebras y el codo
me dejaron inútil para todo un semestre.
Cuida de mí, pero
se alegra
de que no deje abierta la tapa del retrete
porque ni puedo levantarla.
Ella sigue dejando los jabones y el resto de sus cosas
donde le da la gana.
TRIPALIUM
Ha sido mucho tiempo
dudando de la música adecuada.
A una le gusta el jazz, a otra el bolero,
y yo mis discos ni los pongo.
En la cama os lleváis
la mar de bien,
eso ha quedado claro,
pero que conste que este mundo
es más largo y más ancho que un colchón.
Os adoro a las dos pero no entiendo
que más allá del sexo os mostréis incapaces
de ser civilizadas.
Era hermoso querernos, hermoso
aquel barullo,
que los vecinos sospechasen
y Hacienda no supiese
cómo clasificarnos.
Pero al final un simple plato de lentejas
retorció el cuello al cisne de nuestras aventuras.
A una le gustan en puré, a otra caldosas,
y yo las aborrezco desde entonces.
Mientras las dos alzabais las cucharas
como argumento arrojadizo,
supe muy bien quién era el que estaba de más.
No me echaréis de
menos.
ESPEJITO,
ESPEJITO
A Francisca Aguirre, a la que he robado el título
que ella robó a la bruja de Blancanieves
Hay un espejo en el vestíbulo,
otro en la entrada, dos en el salón, uno en todas las puertas
de todos los armarios y el baño es un espejo dondequiera que
mires.
El del pasillo es alto y ovalado, el del trastero, antiguo, con un marco
de estilo, y el del garaje, al fondo, de pared completa que parece que
siempre te la vas a pegar con otro coche.
En el del dormitorio hay angelotes que se mueren de risa y de catarro.
Faltan en la cocina, pero los azulejos brillan y es como si estuviese
llena.
Sufro una sensación de laberinto líquido, respondón
y constante, de personalidad múltiple y rara.
Cómplices todos de sus gestos, empiezo a sospechar que me vigilan,
que tantos “yo” son dura competencia, que mi amada me engaña
con cualquiera de ellos mientras todos se ríen a mi costa.
Mi Narcisa de espejos hace muecas, disfruta de perfil o frente a frente,
y yo me siento horrible Quasimodo.
Tengo que hablar con ella, en serio, de una vez, sin miramientos,
o acabaré viviendo con capucha.
PEREGRINO
A LA FUERZA
Iba haciendo el Camino de
Santiago
con una concha al cuello.
Sus ojos eran de hayas en otoño,
su sonrisa de libro y lo demás,
como para volver loco al apóstol
cuando llegase a Compostela.
Así que la llevé en mi coche
(adoro el autostop algunas veces)
—Yo —mentí— también voy de peregrino.
—Prefiero andar —me dijo— pero gracias,
llévame a Ponferrada
y ya seguiré a pie lo que me falte.
“Ponferrada —pensé— y Finisterre, si te dejas”
Puso el bastón y su macuto
en la parte de atrás y se sentó a mi lado.
Casi no hablaba, pero qué silencios.
Su perfume a lavanda me hizo olvidar
que yo no iba a Galicia
y otros asuntos eran mi destino.
Junto al castillo de templarios
paramos a reponer fuerzas.
Cuando estaba pagando la empanada y el vino,
oí el motor del coche.
Me dejó su cayado,
la venera,
y un palmo de narices con recuerdo a colonia.
Caminé todo el resto del verano
como un imbécil, con la boca seca,
pero he ganado el jubileo.
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